Hace poco estuve de viaje. Fueron tres días. Pero uno de ellos, inevitablemente, tuve que estar parte del tiempo sola.
Así que me armé de valor y empecé a callejear por Madrid.
Hice cosas que me apetecían. Salir a caminar. Entrar en las tiendas que quisiera. Estar el tiempo que me diera la gana viendo un libro o un disco. Subir una planta, bajar otra. Salir de un sitio. Entrar en otro. Dejé que me cayera la lluvia ligera por mi cuerpo. Me quise mojar, queriendo. Callejeaba.
Volví al hotel. Salí a comer. Odio comer sola en un sitio público. Pero no tenía más remedio. Comí basura. En una hamburguesería. Daba igual.
Volví de nuevo al hotel. Y luego, después de perrear en la cama viendo la tele (y manejando el mando a mi antojo), volví a salir.
El viento empezó a soplar fuerte. Me daba igual. Vi una manifestación callejera. Mucha gente.
Y llegó uno de los momentos más maravillosos que he vivido últimamente:
En la puerta de unos grandes almacenes los vi. Un pequeño grupo de músicos. Músicos maravillosos: dos violines, un violonchelo, un contrabajo y un teclado.
Los vi cuando estaban terminando una pieza. Y me dí cuenta que allí, rodeada de mucha gente me sentí sola. Me duró milésimas de segundos.
Entonces, como por arte de magia la tocaron:
"Por una cabeza", de Carlos Gardel. Una de mis piezas favoritas.
Sí, lloré allí. De emoción.
No me importó que me vieran.
La música, esa música, consiguió que me emocionara. Que no me sintiera sola. Una soledad que fue breve. Pero...que debe ser mala en grandes dosis. Y me dí cuenta que deben existir personas que aunque estén rodeadas de gente...están solas.
Gracias por darme esa noche tan bonita después. Me encantó.