Pues había una vez un Instituto de Madrid que se convirtió en centro con Bachillerato de Excelencia. Un proyecto salido de la cabeza de una antigua presidenta de Comunidad de nombre Esperanza. A ese centro iban los alumnos que tenían mejores resultados, de los que se esperaba todo, de los que tenían que rendir más y mejor que la media y de los que la casta política estaba orgullosa. Eran el futuro, la gota en el océano. Los que sabían lo que era la cultura del esfuerzo a diferencia de sus millones de compañeros, que vagueaban por los Institutos públicos fumando drogas y escuchando heavy. Eran los que tenían como Director a un catedrático de Latín. O sea, un paladín de las humanidades, de los sentimientos y del lado menos analítico de las enseñanzas. Era un centro modelo, genial, tan bueno que hasta los alumnos decicieron seguir los consejos de su Director y aparcar el amor de sus vidas. Pero no sólo el amor homosexual (ese ya estaba proscrito) todo tipo de amor. Que ya se sabe que distrae mucho y no se puede pensar. Qué bonita historia, en la que estos alumnos serán cualificados profesionales sin sentimientos.
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